Salí de la casa parisina de mi querido amigo Juan Alonso, gran saxofonista, nuestro mejor semiótico exiliado e insustituible compañero de fatigas desde hace veinte años. Aquejado de melancolía, tomé un café frente a mi viejo laboratorio de la calle Gay-Lussac, en el Café des Ursulines, desde donde tantas veces vi salir y entrar al viejo Wisner.
Hacía un día estupendo y caminé por el Boulevard Saint Michel hacia su confluencia con el Boulevard Saint Germain; me detuve en la esquina de la Rue des Écoles, giré a la derecha y, antes de pasar por la fachada de la Sorbona, comprobé que Marcelo Mastroianni y Sofía Loren siguen igual de jóvenes en las carteleras del cine del barrio (Una gionata particolare).
Crucé la calle y saludé al viejo Michel de Montaigne, que sonriente y escéptico vigila de reojo al Collège de France. Tras cruzar la sombra de unos castaños centenarios del Square Michel Foucault, atravesé su patio de empedrado irregular y entré en una de las salas en las que tuvo sus laboratorios Claude Bernard.
Allí asistí a uno de esos espectáculos intelectuales que París brinda con frecuencia, el seminario "Trabajo, Identidades, Oficio: ¿qué metamorfosis?". Los mejores intelectuales e investigadores de las ciencias humanas y sociales del trabajo en Francia, los responsables de empresas y administración pública, hablando ante una sala abarrotada de público, en medio del cual un jovencísimo Jacques Leplat de 90 y tantos escucha con interés de estudiante...
Como no podía ser menos, allí encontré a los autores de Modus Laborandi, a Hollnagel, Askenazy, Daniellou, Guérin, Clot... ¿hay mejor manera de comenzar las vacaciones?
Bendita pereza, benditas vacaciones